Sólo se trata de confianza, me digo. De dejar que suceda. Como por las noches, cuando me vuelvo sobre el costado izquierdo y espero. Simplemente, espero. Y a la larga —o a la corta— el sueño llega. Así de simple.
Intento hacer lo mismo con otras cosas. Por ejemplo, para llegar a escribir. Nadie me obliga, no hay una función fisiológica que me imponga la necesidad de hacerlo. Pero siento que tengo que hacerlo. Entonces busco frases guardadas, claves, títulos, temas de archivo. Los miro por encima del hombro, con escepticismo y en ocasiones hasta con desprecio. La mayoría de las veces, desisto.
Pero hay momentos, como éste, en que no quiero darme por vencida. Trato de relajarme, de ver qué pasa, simplemente con el cuaderno y el lápiz a mano, como si de ahí pudiera salir algún efluvio mágico. A veces, muy pocas veces, sucede. Es decir: dejo que suceda. Y un infinitesimal grado de escritura me atraviesa fugazmente, dejándome con la sensación de que no alcanza, de que todo ha sido una ilusión, de que eso que queda ahí, para bien o para mal, nada ha tenido que ver con mi esfuerzo, ni con mi voluntad, ni con mis ganas.
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