A veces hago magia. Son actos simples, para nada espectaculares, que podrían pasar tranquilamente por resultados casuales, producto del azar. Pero no, es magia.
No hay ningún truco en esos actos, y si lo hay, es involuntario. Ignoro por completo los mecanismos que permiten la realización de tales proezas. Simplemente, me salen.
Ninguna emoción intensa está involucrada, ningún asombro. Una vez producida la magia, lo tomo como algo natural, sin demasiada trascendencia. Y tampoco espero admiración por parte de quienes me rodean. Es más: la mayor parte de las veces —me atrevería a decir que la totalidad— nadie se da cuenta.
Ayer, sin ir más lejos, hice que el señalador de cartón del libro que estaba leyendo permaneciera durante casi un minuto en perfecto equilibrio sobre uno de sus cantos, en la superficie de madera irregular de la mesa del café al que suelo ir por las tardes.
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