Éramos cuatro personas y la mesa daba a la calle. Hablábamos de todo y de nada a la vez, cuando el cielo se puso negro en un segundo y empezó el aguacero. Corriendo y chapoteando en los charcos que ya se habían formado, una chica muy joven se acercó a nuestra ventana y apoyó los codos mojados, mostrándonos una sonrisa de dientes blanquísimos. “¡Es mi cumpleaños!” dijo, y provocó inmediatamente una andanada de felicitaciones y parabienes. Antes de que pudiéramos preguntarle algo, se dio media vuelta y subió a un colectivo. A todos nos pareció admirable su frescura, y la envidiamos un poco. Seguramente se iría a buscar a sus amigas, o a encontrarse con el novio, y después festejarían con la alegría ruidosa de siempre. No pudimos evitar la nostalgia, el recuerdo idealizado de nuestros veinte años, esas ganas. El recurso de la espontaneidad para recibir más y más reconocimiento, aunque fuera de perfectos desconocidos, nos pareció sublime. Ésa era una edad para cumplir años.
Al día siguiente tuve que encontrarme con un amigo en ese mismo bar. Elegimos, también, una mesa junto a la ventana. Estábamos enfrascados en una conversación muy seria que, seguramente, no nos iba a llevar a ninguna parte, cuando reconocí la sonrisa y la voz fresca. “¡Es mi cumpleaños!”. Sin dudarlo, mi amigo se puso a conversar con ella, encantado de haber sido el destinatario de semejante halago, una ninfa de la ciudad que aparecía de la nada para compartir con él un momento tan feliz y despreocupado: la celebración de nada menos que su cumpleaños. Cuando la chica se fue, él había rejuvenecido veinte años. Ahí mismo decidí que lo mejor era ocultarle la verdad. No podía robarle ese momento.
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