El asesino vivía en una película en blanco y negro. En esa época, la sangre no era un elemento de atracción importante; así que, una vez producido el disparo, y viendo que el cuerpo yacía inmóvil sobre la cama, limpió las huellas y huyó. Pero la bala no había dado en el blanco, sino que había pasado a unos centímetros. El destinatario de la agresión ni siquiera se enteró: era completamente sordo.
Una hora más tarde, el segundo asesino entró por la ventana entreabierta que daba al jardín. Llevaba guantes y había envuelto sus zapatos con plástico, para no dejar rastros. Su víctima dormía plácidamente sobre las sábanas arrugadas. Se acercó a unos metros, le apuntó con el arma provista de silenciador, disparó y salió por la misma ventana. Un primer plano mostró los párpados cerrados del agredido, los globos oculares moviéndose rápìdamente, para hacer evidente que estaba dormido y atravesando una etapa de sueños.
Dos horas después irrumpió el tercer asesino. Cubría su rostro con una máscara, tal vez porque se trataba de alguien a quien la potencial víctima conocía. El arma que llevaba era pequeña y tuvo que acercarse para no errar. El disparo sonó como un portazo en la noche silenciosa, un sonido breve y seco que el durmiente no pudo oír. Pero esta vez no tuvo suerte: la bala atravesó el cerebro y le borró todos los sueños en un instante.
El equipo de policía científica nunca pudo descifrar el enigma de los otros dos proyectiles que habían impactado fuera del cuerpo, uno en la mesa de luz y el otro en la almohada de la víctima.
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