martes, 17 de marzo de 2009
Volatilidad del amor
Todo empieza cuando A se da cuenta de que está sintiendo calor en una zona en la que nunca había experimentado tal sensación hasta ese momento. Es más: ni siquiera sabía que la tenía. Se palpa entonces, tratando de establecer la ubicación exacta de la zona caliente. O más caliente que el resto, mejor dicho. En ese momento se da cuenta de que hay allí una sustancia, digamos líquida, con cierta tendencia a expandirse. Cuanto más aumenta la temperatura, y la presión que A realiza para reconocer esa materia, mayor es el espacio que ocupa. Tanto es así, que parece no conformarse con llenar por completo el área exclusiva de A, y desarrolla una especie de seudópodos que tantean el aire, buscando algo que todavía no sabemos qué es. Pero A sí lo sabe. Y presiente que “eso” que es tan ansiosamente buscado por las prolongaciones de su materia expansiva es, justamente, lo que causa todo el fenómeno en cuestión. “Eso” es B, que, a su vez, comparte, en ese momento, la misma sustancia líquida con A. Pero el hecho de que la materia volátil de A sea de la misma naturaleza que la de B, no garantiza que los procesos sean iguales. En efecto, comprobamos que B, por razones que desconocemos, necesita mucho menos calor que A para transformar ese material líquido en vapor. Esto nos permite llegar a una conclusión importante: B (mejor dicho, su sustancia amorosa, que de eso se trata) es más volátil que A. Es ahí cuando empiezan los problemas, porque en el mismo tiempo que una pequeña parte del amor de A necesita para volatilizarse, el de B se ha evaporado casi por completo. Y es entonces cuando A, por fin, se sienta en la semipenumbra de su estudio y, como quien no quiere la cosa, compone de un tirón la letra del tango más sentimental de la historia.
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