Como eran todos amigos, decidieron que compartirían los terrenos que había detrás de sus respectivas casas. Eliminaron los cercos, emparejaron el suelo con el mismo tipo de césped y consiguieron un jardín trasero común en el que construyeron una gran parrilla bajo techo, con piso de cerámica y una mesa larga para sentarse a comer asado todos juntos cuando quisieran.
Como las puertas que daban al fondo estaban siempre abiertas, cada uno entraba y salía a su antojo para buscar la sal, un tenedor, servilletas y también cremas para el sol, toallas y algún libro de la biblioteca de sus vecinos.
Como no eran muy ordenados, solía suceder que en una de las casas hubiera, por ejemplo, dos juegos de cubiertos y ninguna ensaladera, en otra veinticinco vasos y ningún plato de postre, y que todos tuvieran juegos de platos formados por modelos totalmente diversos.
Como esta situación a veces se volvía un poco incómoda, sobre todo por las noches, cada tanto hacían inventario, devolvían todo lo que no les pertenecía y volvían a tener sus casas equipadas como al comienzo. Al principio todo era muy descansado y reinaba la armonía; pero al poco tiempo empezaban a aburrirse, y entonces se hacían visibles los conflictos que había en el interior de cada casa. Pero después, con el correr de los días, el intercambio producía sus efectos, todo se mezclaba, y la vida volvía a ser normal.
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