Ayer, a los setenta y ocho años, murió J. G. Ballard, uno de mis escritores más valorados. Nació en Shanghai y vivió una parte de su infancia y su adolescencia en un campo de concentración japonés en el que, según cuenta en su autobiografía, se sintió libre. Muchos de sus libros se encuadran dentro de la ciencia ficción, aunque hablaba, con metáforas pero sin pelos en la lengua, del mundo tal como es hoy: el encierro, la muerte, la violencia en lo cotidiano, la destrucción del medio, la avidez por el consumo, la locura colectiva. Su estilo era cruel, a veces de manera insoportable; tanto, que a veces duele leerlo.
Ballard, para mí, como para tantos otros, está ligado inseparablemente a su principal traductor, mi amigo Marcial Souto, que disfrutó de la amistad de Ballard desde muy joven. Los que leímos a Ballard en castellano, casi sin excepciones, leímos la prosa de Marcial, los textos que Marcial fue encontrando laboriosamente, levantando piedra tras piedra según diría él, buscando la mejor manera de decir eso que estaba ahí, y que era tan difícil no traicionar. Estoy segura de que las traducciones de Marcial nunca traicionaron la obra de Ballard, sino todo lo contrario: fueron su mayor muestra de lealtad hacia un escritor al que admiraba, al que ahora muchos otros –oh milagro de la muerte– van a empezar a admirar con bombos y platillos.
Gracias, Ballard. Gracias, Marcial.
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