Querida Josiane (1):
Ahora lo sé; en algún momento va a suceder, la gente va a andar por ahí con su propio aparato hablando por la calle, cómo no se me ocurrió antes, dentro de unos años cada uno va a tener su número privado, su teléfono sin cables, algo minúsculo en el bolsillo, negro o plateado o azul, y todo el mundo va a poder, entonces, encontrarte estés donde estés.
Te preguntarás cómo lo sé. Yo también me lo pregunto, cómo es que un sueño puede ser tan certero, cómo esta visión del futuro se me presenta así, transparente, sin fisuras, como si en realidad fuera un recuerdo de algo que sucedió. Pero no tengo otra forma de contestarte: lo sé porque lo he soñado.
Y tengo la impresión de que no puedo contárselo a nadie que no seas tú, querida Josiane. Solamente tú puedes imaginarte estos mundos imposibles de mis sueños y hacerlos reales. ¿A quién más podría contárselo, si no? ¿A la tía Clelia, tan apegada a lo que hay, tan estricta, tan té de tilo? No, Josiane, tía Clelia (2) no podría imaginarse nunca un mundo como el que he soñado, porque adónde iríamos a parar, claro.
Te escribo con todo el entusiasmo de este descubrimiento, y a la vez con miedo. Es tan frágil el mundo en que vivimos, Josiane. Un aleteo de pestañas, y podría desaparecer todo: las galerías, los puentes, el cielo sobre tu cabeza, mi barrio, el otro cielo. Nuestros encuentros impredecibles. Porque cómo va a haber encuentros inesperados en un mundo en el que todos están conectados por un hilo nervioso e invisible, que no deja lugar para otra cosa. Me dirás, Josiane, por el contrario, que no hay nada más inesperado que un llamado en ese momento improbable, cuando salgo del cine hipando por el llanto, desencajado, tratando de reponerme del drama que nunca ocurrió pero que parecía tan real aunque fuera en blanco y negro. Y es cierto; hasta podría pensarse que sería una manera casi mágica de saber, siempre, dónde y cómo encontrarte. Pero para mí, la magia es no saber. Porque bajo mi cielo, las reglas son otras. Atravieso un umbral y ahí estás. O, por el contrario, pasan días y meses sin que pueda encontrarte, lo que hace más intenso el momento de verte.
Tengo miedo de que haya un día en que sea imposible perderse en las calles de París como si uno estuviera por completo desaparecido, o más aún, como si nunca hubiera existido. Todo es tan rápido, Josiane. Y nos aferramos tanto al final del recorrido de la flecha, como si nada hubiera entre el arquero y el blanco, ningún recorrido, ningún pensamiento. A mí, Josiane, me atrae el viaje de la flecha, no la llegada. No ese momento en que se clava en el lugar exacto, sino su viaje interminable, cuando el final puede ser cualquier cosa, cuando todos los finales son posibles. Hay tantas cosas que se pueden poner en el medio, Josiane, tantas vidas. Uno podría perderse en tantos cielos, descubrir tantos barrios furtivos. Jugar con el gato, transformarlo en tigre y verlo asomarse por la puerta del comedor, un miedo con garras peludas paseando lo más tranquilo por la casa mientras todos duermen la siesta del verano. Soñar con esa isla que asoma al mediodía por la ventanilla del avión. Elegir a la más linda desde un tren en movimiento, mientras ellas juegan a las estatuas. Dormirse boca arriba en una cama de hospital y despertar, también boca arriba, al infierno de la selva en medio de un ritual de sacrificio (uno sería el sacrificado, claro). Ves, Josiane, aquí sería bueno que sonara un teléfono en el bolsillo de mi pantalón y me devolviera al mundo del hospital, para mantenerme por siempre en un sueño de alcohol y algodones, sin preocuparme en absoluto porque las hormigas se hayan comido el jardín.
Pero todo es muy rápido, y llegará el día en que nadie pueda inventar caminos alternativos para ir de un sitio a otro, como por ejemplo instalar un tablón entre dos ventanas de un piso alto y pasar de ventana a ventana todas las tardes para tomar mate sin que te importe nada, nunca. Todo estará ya inventado entonces, y sería muy ridículo que el teléfono sonara justo en ese momento en que estás en cuatro patas en la mitad del tablón, decidiendo que no vas a caerte por más que el suelo de baldosas, allá abajo, te parezca la compañía más lógica dadas las circunstancias.
No habrá tiempo, tampoco, para ir a los velorios y transformar las horas quietas en una actividad febril de cafés, copitas de anís y palabras reconfortantes para esa viuda a la que no conocemos pero que se deja conducir con una expresión blanda en la cara y los hombros, como si supiera que no hay nada que hacer porque ya hemos tomado el mando y no lo declinaremos sino que seguiremos haciendo lo nuestro hasta el momento final, como lo hacemos siempre cada vez que hay un velorio.
Qué será de nuestras viejas obsesiones, Josiane, cuando nos preocupe más que nada saber si ha sonado el teléfono mientras estábamos atravesando un túnel, o si alguien se habrá enojado porque no contestábamos y no ha querido dejarnos ningún mensaje, ni siquiera para decirnos quién era. Cómo imaginarse un teléfono sonando en esas cabinas con los vidrios empañados por el invierno de París, que muy pronto nadie querrá usar. O por el contrario, cuántas cosas podremos inventar para hacer en esas cabinas, cuando el teléfono no sea más que un objeto encaramado a la pared como un pájaro cansado, mientras millones de luciérnagas tintinean en los bolsillos de los transeúntes.
Entonces, Josiane, tal vez no sea necesario vivir apresuradamente y sacar un conejo de la galera a cada segundo, tal vez podamos seguir haciendo magia y perdernos en los laberintos de arroz con leche y canela, porque no nos importará saber dónde estamos, porque siempre podremos retorcer cada objeto y exprimirlo para sacarle el jugo que más nos convenga, o inventarle un cuento, aunque suene y suene como un mirlo asustado al que no podemos encontrar porque no sé, me lo saqué del cinturón y no tengo idea de dónde lo habré dejado.
1) Personaje de El otro cielo de Julio Cortázar
2) Personaje de La salud de los enfermos de Julio Cortázar
No hay comentarios:
Publicar un comentario