Mi terraza —o patio, nunca sé cómo llamarla— recibe visitas.
Hay tres gatos que suelen atravesarla por turnos, la mayoría de las veces haciendo equilibrio en el borde de las medianeras, como parte de su recorrido depredador. No se quedan: no hay roedores, y tampoco los invito a entrar. Simplemente, me gusta mirarlos.
Los pájaros parecen haberse convencido de que no los voy a molestar, y no sólo pasan volando sino que se posan en las baldosas rojas, buscando semillitas, o en las macetas, donde tratan de cazar lombrices.
Por la pared derecha, cubierta en parte por una enredadera cuyo crecimiento he decidido no interrumpir, se asoman varios penachos de un árbol que creo haber identificado, Google mediante, como una acacia de madera negra. Está florecida, y el aroma es exquisito. Nadie me impide cortar algunas ramitas y ponerlas en un vaso alto sobre el escritorio. Gracias a ese estallido floral, una brigada proveniente de un enjambre de abejas de domicilio desconocido aporta su presencia interesante. Las miro con respeto, espero que se vayan para cortar flores.
Ninguno de estos seres vivos me pertenece: viven por su propia cuenta, o bien a expensas de los cuidados de mis vecinos. Pero eso no parece importarles a ellos, y tampoco a mí. La naturaleza no sabe de títulos de propiedad.
2 comentarios:
Pero qué buena pluma! gracias al azar encontré tu blog y me gusta mucho tu cabeza, lamento que ya tengas unos gatos merodeadores que colman tu hospitalidad felina, porque, justamente,tengo dos hermosos gatitos para dar... sabías que la gente que convive con gatos vive más?
Sí, Guillermo. Tuve tres gatas siamesas de sucesivas generaciones. Espero que me hayan alargado la vida, pero por ahora prefiero disfrutar de los gatos ajenos. Igual, te agradezco mucho.
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