No tengo creencias religiosas, pero en los momentos de mayor desolación trato de pensar siguiendo el camino marcado por un texto que es casi como una oración para mí. Es el último párrafo de Las ciudades invisibles, de Italo Calvino –una cita que no me canso de recordarles a mis amigos más queridos– y condensa en pocas líneas una visión fundamental, capaz de hacerme pasar el mal rato con algo parecido a la esperanza, o por lo menos con la certeza de que las buenas compañías están ahí, al alcance de la mano, como una forma de conjuro. Dice así:
“El infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquel que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario