miércoles, 4 de diciembre de 2013

Los miércoles me ocupo de llevar al jardín a mis dos nietos varones, Ramiro de seis años y Lorenzo de dos y medio. Es todo un desafío, y la secuencia se repite siempre más o menos igual, con ligeras variaciones. Ramiro está enojado porque la computadora no anda, y organiza un escándalo. Trato de distraerlo con otra cosa, pero no está dispuesto a dejar de gritar y patalear. Tira cosas al suelo, golpea la puerta, le da patadas. Cuando lo reto y me acerco para llevarlo a su cuarto, me tira un manotazo. Se lo devuelvo. Muy suave, casi una caricia, pero lo suficiente como para que se ofenda, se ponga a llorar y abandone la escena anterior, que era mucho peor. A los dos minutos se le pasa y me habla como si nada. Lorenzo está tocando un tambor mientras trato de hablar por teléfono, le pido que pare, me hace caso por cinco segundos y sigue haciendo ruido. Dice que es un instrumento mágico. Tengo que abrir una lata de atún que dejó mi hija para el menú del almuerzo (arroz con atún y huevo duro) pero no encuentro el abrelatas en ningún cajón. Llamo a mi yerno, que es cocinero pero no sabe. Llamo a mi hija, que está yendo a trabajar, y me dice que use la Victorinox. No la encuentro. Le toco el timbre a la vecina, no tiene abrelatas pero se ofrece a abrirme la lata con una cuchilla. Mientras miro con miedo de que la señora se corte, con el otro ojo vigilo a los dos sátrapas, que están jugando cerca de la puerta. Consigo preparar la comida mientras los oigo pelearse, seguro que es por el teclado. Con los dedos aceitosos de atún, agarro a Lorenzo que fue desplazado por el hermano y dejo en claro que es para los dos, así que uno se dedica a los agudos y el otro a los graves. Sirvo los platos y los llamo; esta vez, sorprendentemente, el que me hace caso es Ramiro. Voy a buscar a Lorenzo, pero quiere seguir tocando el piano. Se lo desenchufo, llora. Me vuelvo a la mesa. Ramiro quiere provocarme y empieza a comer del plato como si fuera un perro. Le saco el plato y se pone a lamer los granos de arroz que quedaron en la mesa. Lo reto y se me ríe en la cara. Decido no mirarlo, vuelvo a buscar a Lorenzo. Dice que no tiene hambre. Le digo que si no come ahora, después va a tener hambre en el jardín; pero ese después le debe sonar muy lejano, así que no le importa. Sin embargo, al rato se sienta a la mesa y empieza a comer el huevo duro, solo la parte blanca. Casi por milagro consigo ponerles los guardapolvos, llevar el cochecito de Lorenzo a la planta baja por la escalera, subir, hacer que salgan. En la calle, Ramiro se pone a correr. Sé que cuando llegue a la esquina va a esperar. ¿Va a esperar? La pregunta es inevitable. Por suerte, esta vez no es la excepción. Se mete en un pasillo y entra por la puerta lateral de un negocio. Lo llamo y viene, pero al rato pasamos por una cerrajería y no puede evitar la tentación de entrar para ver cómo trabaja el cerrajero. En realidad, no trata de evitarla. Se saca un moco y lo deja en una vidriera mientras me hago la boluda. El moco va dejando un rastro cada vez más transparente, hasta convertirse en una nada, algo totalmente inocente. Lorenzo se quiere bajar del cochecito, al rato quiere subirse otra vez. Son siete cuadras, y hay que cruzar una avenida. Por suerte están bien entrenados, se agarran del cochecito o me dan la mano. Llegamos al jardín, todavía no abrieron. Hay tiempo para preocuparme porque no se bajen de la vereda, no se trepen a la verja, no se peleen con un compañerito, no. Por fin, abre la puerta. Les digo que se den la mano, les doy un beso a cada uno y los veo entrar como dos angelitos. Son hermosos, y sobre todo ahora que están en manos de las “seños”. Empiezo a caminar de vuelta a mi casa, agotada, como si volviera de un combate.

Estados intermedios

Cada vez me cuesta más creer en la realidad de mis sueños. Me resulta muy difícil convencerme, en medio de un sueño, de que estoy despierta; y entonces tropiezo a oscuras con los muebles, primero tanteando con los brazos extendidos, después tratando de sostener los párpados en alto con los dedos –aunque, claro, no tengo la fuerza suficiente porque estoy dormida– mientras busco algo, ese maldito control remoto del aire acondicionado que alguien dejó funcionando durante la noche (pero por qué, si yo había dejado la ventana abierta), y tengo frío, y busco bajo las almohadas y todos, todos siguen durmiendo sin prestarme ninguna atención, sin que les importe para nada mi incapacidad para despertarme del todo y cerrar la ventana de una buena vez.

sábado, 22 de diciembre de 2012

El fin del mundo

El segundo día después del fin del mundo cantó una chicharra. El segundo día después del fin del mundo crujieron las tablas de casi todos los pisos de madera. El segundo día después del fin del mundo resbaló el señalador en la página del libro olvidado a medio leer. El segundo día después del fin del mundo, las panaderías empezaron a atender a la hora acostumbrada. El segundo día después del fin del mundo maduraron los damascos y se abrieron los jazmines. El segundo día después del fin del mundo, al chico de la casa de al lado se le escapó la pelota al patio de la vecina. El segundo día después del fin del mundo se llenaron de gente los andenes de todas las estaciones de tren a la hora pico. El segundo día después del fin del mundo hubo una pelea callejera entre un peatón y un ciclista. El segundo día después del fin del mundo se encendieron las radios para escuchar las noticias y los televisores para ver la temperatura. El segundo día del fin del mundo se pareció muchísimo a cualquier otro día antes de que terminara el mundo.

miércoles, 24 de octubre de 2012

Alternancia

El teclado de mi computadora huele a ajo y, a veces, a rúcula y a cebolla. Puede pasar que, en el medio de la preparación de una comida, se me ocurra la continuación de un cuento; y la urgencia por escribirlo antes de que la idea se esfume es tan grande que apenas tengo tiempo de secarme las manos con un repasador. También suele suceder que, en medio de la escritura, me dé hambre; por lo general, cuando eso me ocurre, viene acompañado por el deseo de algo en particular, muchas veces de alguna preparación rápida, que requiere pelar ajos o cebollas, o picar aceitunas o rúcula. Así que, con la seguridad de que puedo volver a este puerto en cualquier momento, abandono la escritura y me interno en los olores de la cocina, y los dedos se me impregnan de aromas deseables. Es una buena manera de cocinar. O de escribir, que es casi lo mismo.

jueves, 6 de septiembre de 2012

El arte de resignarse

Reconozco que nunca hice un curso del Arte de vivir, así que todo lo que diga está basado en lo que vienen diciendo todos estos días en la radio y en la televisión. No pongo en duda los beneficios de respirar bien (tampoco pagaría para aprender), pero me llama la atención una frase del gurú, que se traduce en castellano como “si sucede, conviene”. O yo estoy un poco lela, o me afectó el tiempo (el del clima y el del reloj), o eso es una invitación a algo tan conocido como la resignación. Es el destino, decían antes los viejos y los no tan viejos.

Con solo haber estudiado historia universal en la escuela secundaria, cualquiera conoce algo del viejo sistema de castas de la India. No puede haber una filosofía más reaccionaria. Tenés que quedarte en la casta en la que naciste, aunque seas el pordiosero más despreciable del mundo. Y encima, te tiene que gustar. Si sucede, conviene. Y si tuviste la suerte de ser uno de los elegidos que fue procreado en alguna de las castas más altas, vivilo con felicidad y ojo con sentir culpa. Si sucede, conviene.

Si tus hijos son víctimas de los que venden paco en las villas y viven entrando y saliendo de la cárcel, si tienen diecisiete años y la salud de un octogenario, si te aumentaron el pasaje de subte y tenés que tomar cuatro colectivos para ir a trabajar, si estás internado en el Borda y te quieren sacar el taller protegido para hacer un negocio inmobiliario, resignate. Si sucede, conviene.

Por algo será, dijo una señora cuando el cronista le preguntó en la calle qué le parecería propinarle esta frase, por ejemplo, a un amigo que tiene cáncer. La transmigración de las almas sostiene que, si uno fue un ser despreciable en una vida anterior, se reencarnará en un desgraciado. Se lo tiene merecido. O sea: si sos un minusválido, es por tu culpa; aceptalo y viví feliz. Siempre y cuando puedas pagar un curso del Arte de vivir.

No cabe dudas sobre a quiénes tuvieron que convencer primero estos “gurúes”: a sí mismos. Tuvieron que convencerse de que merecían tener una buena vida, viajar, contar con miles de adeptos que trabajan gratis para ellos en todo el mundo, hacer negocios suculentos con gobernantes y empresarios, y todo eso, mostrando todo el tiempo una sonrisa imbatible ante cualquier circunstancia, no importa cuántas injusticias se les pongan delante de las narices. Porque frente a la injusticia, muchos eligen actuar, hacer algo para cambiar las cosas; y eso es política. Pero estos “maestros”, no: ellos quieren dejar todo así como está, y eso también es política. De acá a la India.

El Arte de vivir enseña a respirar bien, pero al mismo tiempo enseña a resignarse. ¿No suena a viejas recomendaciones de la iglesia?

Me parece bien no enroscarse todo el tiempo en posibles males futuros, me parece bien vivir el presente y disfrutarlo; pero sin perder de vista los proyectos, los ideales, la lucha por un mundo más justo y equitativo. Eso significa conflicto, obstáculos a vencer, pelea, cuestionar el individualismo.

Si tenés una buena vida, privilegios y comodidades, el santón que se llama a sí mismo Sri Sri te ayuda a sentir que te lo merecés, aunque para conseguir todo eso hayas dejado a unos cuantos al costado del camino. Si, en cambio, sos uno de esos que quedaron ahí tirados y no podés levantar cabeza, no hagas nada más que esto: respirá profundo, relajate y gozá.


jueves, 23 de agosto de 2012

Puntualidad

A ver si se entiende de una vez: puntual y puntualmente no son sinónimos de concreto, específico o particular. Puntual quiere decir “a tiempo”. Algo sucede puntualmente cuando se produce en el momento esperado. Alguien es puntual cuando aparece a la hora pactada.

Un hecho aislado es un hecho aislado, no un hecho puntual. Un caso concreto es un caso concreto, no un caso puntual. Específico es específico, no puntual. Particularmente no es puntualmente.

No sé de dónde salió esta moda, pero cada vez hay más locutores, políticos, actores y todo tipo de “comunicadores” que, apenas tienen un micrófono delante, usan palabras equivocadas con una frecuencia pasmosa, y están enseñándole a más de una generación a hablar mal. Es como si tuvieran un vocabulario tan limitado que mientras hablan van buscando la palabra comodín, y siempre, siempre, tropiezan con estas dos; y ahí se mandan. Puntual, puntualmente.

jueves, 16 de agosto de 2012

Enumeración

No pongo en duda los pájaros, las lupas, las pesadillas, la belleza de un fado, el olor de la muerte, la fuerza de los ríos, el sabor de la pimienta, la música de las palabras, el papel, la tibieza del líquido amniótico, las cenizas, el color azul, las voces amigas, los trenes, el polvo de las bibliotecas, el dolor, la oscuridad luminosa del cine, la risa involuntaria, las canas, el balanceo de las hamacas, el llanto de los perros abandonados, el mareo del vino, la caída de las hojas, la arena, la vergüenza, el abuso de la geometría, la puntualidad del verano, el aburrimiento, los fósiles, las heridas, el eco de los precipicios, la espera, el encandilamiento del sol, la soledad de la palabra asilo, el ocio, la lealtad de las agujas de tejer, el exilio, los abrazos, la limitación de las ventanas, el ocaso del lenguaje, la tenacidad de los puentes, la entropía, el calor de los aquelarres, la gracia de los lápices, la tristeza de las campanas, la memoria de las abejas, el frío, la solemnidad de las paredes, el olvido, la electricidad de una caricia, la gratitud, las espinas, las cadenas rotas, los manteles doblados, el aire espeso, la lluvia interminable, las sillas vacías.

Por todo lo demás, no pongo las manos en el fuego.